lunes, 29 de junio de 2015

El tiempo que nos pertenece (2015)

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Palabras de Mili Rodríguez (escritora y periodista) para la presentación de “El tiempo que nos pertenece”
Sala Extravagario de La Chascona, Museo Pablo Neruda, Santiago de Chile, 10 de noviembre 2015.  
 
Pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década de los 50, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende”, escribió nuestro escritor tótem y tabú, Roberto Bolaño.
Y de eso habla “El tiempo que nos pertenece”.

Sucede que Isabel Hernández, que es muy de armas tomar -en el terreno metafórico- sencillamente me encargó a mí la parte literaria de esta presentación, y a Rodrigo Hidalgo, la parte política. Entonces me encantaría ser una genia por esta noche, para estar a la altura de esta responsabilidad tremenda, para no sentir este ataque de modestia con efecto retroactivo, y para descifrar lo que significa y va a significar esta novela.

En “El tiempo que nos pertenece” se mezclan,por supuesto, las dos cosas. La literatura y la política, que nunca han estado separadas.
¿Pero si en este mismo instante, de repente comprendo con horror, que en realidad no tengo idea de literatura? Hasta hace bastante poco pensaba con bastante más calma, que tampoco tenía idea de política, salvo saber de qué lado estoy, pero eso es inescapable. Como cuando hace pocos días Daniel Gedda Nuño gana la presidencia de la FEUC y nos decimos esto, cómo pasó, y quiénes son estos jóvenes que llamamos el futuro de Chile. Porque después de acontecimientos como ese, quizás podamos mirar de otra manera al futuro. Y mirarlo de otra nueva manera, desde la izquierda, o desde la zurda, como dice el Papa.

Si todas las novelas son políticas, esta novela lo es doblemente, porque habla de los años de la fiesta, del triunfo de la Unidad Popular en Chile y el mítico retorno de Perón en Argentina. Y después, el estallido, el bombardeo de La Moneda, con todas sus consecuencias. Pero antes hay un insonorizado espacio de banderas rojas, de amores rojos, de tomas de terrenos donde se multiplican las poblaciones, y muchas tomas más, y el pelo largo y pantalones pata de elefante, y la llegada del profético LSD y el primer vuelo con marihuana.
Nosotros tuvimos alrededor de veinte años en Latinoamérica cuando ser joven era más peligroso que nunca, y no lo sabíamos. Y tuvimos esa edad cuando todo era inmensamente nuevo, y sin calcular (lo cual demuestra la ingenuidad de nuestros cerebrales líderes) que estábamos en el umbral de una pesadilla que duraría demasiado, una pesadilla de la que intentaríamos, pero no podríamos despertar.
Digamos que a fines de los 60 y principios de los 70, era la época de Palomita Blanca y El Chacal de Nahueltoro, y se hablaba del Che y se escuchaba la palabra revolución en todas partes. Era el minuto cero del “Hemos dicho Basta, y echado a andar”.
Eran tiempos inflamables, y los personajes de Isabel Hernández iban y venían de Chile a Argentina, y eran más o menos perfectamente revolucionarios, y se amaban y se desamaban, y nada de eso podría ser olvidado.

Si todos los libros de Isabel son políticos, “El tiempo que nos pertenece es su libro más político”: yo creo que es la novela que quiso escribir toda su vida. Entonces del lado literario, yo sólo diría que el estado del arte de su novela es su perseverancia y más perseverancia. Su cuidado de cada frase, de cada palabra y cada párrafo, con una artística deliberación, y todo esto en el entendido de que cada texto contiene su propia velocidad y que los textos de Isabel pueden ir a veces a 100 por hora.

Enrique Vila-Matas tuvo la desobediencia de decir que después de todo, la historia no es lo que verdaderamente importa, que un par de siglos de cultivar la obsesión anglosajona por la historia y la trama, nos ha ocultado que lo que más importa es el cómo sucedió y cómo se cuenta. Ante estas posiciones extremas, y por razones se diría éticas, o zurdas, Isabel Hernández no se ha radicalizado en el sistema Vila-Matas, lo cual le hace muy bien, y sabe lo que quiere contar y trabaja en el terreno del estilo con un exigente sentido estético.
Con frases que nunca van a ser pretenciosas. Y de repente decir: “Regresé a Argentina para encerrarme en las minúsculas proporciones de una especie de patria portátil”. Porque esta novela dialoga con muchas novelas.

Yo creo que este libro no es de los que borra el tiempo. Porque habla de un nosotros, a partir de una primera persona, la de la inventada escritora Julia Guillén, narradora de esta ficción que suplanta, con gran paralelismo, a la realidad. Porque lo personal es político, como decía, feministamente, Kate Millet. En una entrevista reciente, Isabel dijo algo que me deslumbró: “Yo creo que últimamente complica mucho más la voz femenina que la voz feminista”.
Isabel es interminable. Desde que nació en la aristocracia obrera argentina (su papá fue un gran dirigente sindical peronista), le han pasado más cosas que al Conde de Saint Germain. Cosas tremendas y cosas tremendamente cómicas. Entre ellas vivir en Santiago casi 25 años. Y ese es el espíritu que flota entre líneas en este libro, una hipótesis de recuento, unas ganas de contarlo todo.
A todos nos gustan los cuentos que terminan bien, y también aquellos libros de los que salimos llorando, como en las buenas películas. Y hay finales abiertos, circulares, que terminan de construir o destruir los lectores.
Les voy a leer un breve párrafo final, uno de los finales de “El tiempo que nos pertenece”. Porque bueno, este tiempo que estamos viviendo hoy, también nos pertenece:
Como no hay historias sin acertijos ni contradicciones sin sombras ni fallos, lo mismo en las reales que en las inventadas -escribe Isabel Hernández-, pensé que en todo lo vivido y relatado había algo innombrable que no había muerto, y que nos unía a mí y a Bruno desde hacía mucho, desde siempre, desde aquel tiempo que llegó a pertenecernos a ambos. Miré a Gonzalo a los ojos, le sonreí y agradecí íntimamente su existencia. El sol comenzó a retirarse lentamente, con cierta solemnidad”. 

Literatura de madres / literatura de hijas

Sobre «El tiempo que nos pertenece» de Isabel Hernández y «La resta» de Alia Trabucco Zerán
19 de Noviembre de 2015
El tiempo que nos pertenece / La resta
Creo que fue Alejandro Zambra quien en su libro Formas de volver a casa instaló, acaso sin querer queriendo, las bases de lo que ahora en los circuitos académicos se llama «literatura de los padres» y «literatura de los hijos», para referirse a los temas y procedimientos de dos generaciones marcadas en distintas direcciones por el flagelo de la dictadura.
Casualidad o causalidad, en mi velador se han dado cita dos libros que bien podrían ser un giro de género, el retruécano necesario para desde el lenguaje combatir el machismo arraigado en este país y en su literatura. Se trata de El tiempo que nos pertenece de Isabel Hernández (Ceibo Ediciones) y La resta de Alia Trabucco Zerán (Tajamar Editores), novelas que bien podrían ser literatura de madres la una y «literatura de hijas» la otra.
Veamos pues.
Fui invitado a presentar el libro de Isabel Hernández sin conocerla a ella ni a su obra. La novela de esta escritora argentina me estremeció como la canción de Silvio Rodríguez:
Me estremecieron mujeres
que la historia anotó entre laureles
y otras desconocidas gigantes
que no hay libro que las aguante.
La trama de El tiempo que nos pertenece podría ser resumida como la historia de un amor imposible en tiempos de revolución. Pero creo que semejante reduccionismo no contribuye sino a mantener el sesgo de género: de qué otra cosa si no escriben las mujeres. No. Es una novela narrada en primera persona por una mujer que fue joven durante esos «locos años 70». Una joven que, como todos quienes fueron jóvenes entonces, soñaron y lucharon y bailaron y se amaron porque iban a cambiar el mundo. Cuando el Ché con su sola existencia encendía la sangre de cualquier joven con sangre en las venas, y aún no era una mera polera estampada. Los años de ser joven, cuando se es dueño del tiempo.
Pero sabemos que a final de cuentas ser joven es básicamente vivir el paso de la infancia a la adultez, y en la novela de Isabel Hernández asistimos al cruento testimonio de cómo vivieron esa tragedia muchas jóvenes, que se hicieron madres en las peores circunstancias, atravesadas por la muerte. Una juventud perseguida, desaparecida, sin espacio ni tiempo para conocerse siquiera con sus propios hijos e hijas.
La novela transcurre a ambos lados de la cordillera. La protagonista es una mujer en la flor de la vida, emancipada, autónoma. Es un libro que en algún sentido podría haber escrito mi madre. Pido perdón por llevar el asunto a un terreno tan personal, biográfico. Pero de verdad es muy difícil para uno salir de ese terreno. Por eso esto no pretende ser una crítica si no un mero comentario. Es difícil porque uno encuentra tantas similitudes, tantas alusiones a sucesos que uno conoció en carne propia. Yo viví como niño exiliado en la Argentina de Alfonsín, que salvando las distancias fue como el Chile de Aylwin. La medida de lo posible. El breve preámbulo al más descarado véndanlo todo. En fin. Por eso el libro me gana de entrada. Me atrapa. Me lleva al Buenos Aires de mi infancia. Es como oír a mi propia madre y a esas madres sustitutas, las tías, las compañeras de lucha que nos cuidaban cuando papá y mamá cumplían funciones revolucionarias o de resistencia. Mis madres cruzando la cordillera una y otra vez bajo el efluvio excitante de la revolución, siguiéndole la huella a un padre con muchos rostros y nombres falsos, los padres clandestinos, perseguidos, desaparecidos. Mis madres en el Chile del triunfo de la UP, en el asesinato de Prats, en el tanquetazo. Mis madres en la matanza de Ezeiza en junio del 73 cuando el general Perón volvió a la Argentina, en la retirada de la izquierda el 1 de Mayo del 74, poco antes de la muerte del populista líder. Mis madres huyendo del Golpe acá y luego del Golpe allá. Mis madres justo en esos momentos pariéndonos, a mis hermanas, a mis primos, a nosotros mismos. Tan parecidos los muertos a uno y otro lado de la cordillera. Tantas cosas las que nos hermanan más allá de las fronteras. La larga y dispersa familia de las víctimas de las dictaduras.
Son todas ellas. Mis madres están a todo color en este libro, mostrando la intimidad de la militancia, con sus discusiones internas, sus complejidades éticas, sus dogmatismos, su machismo al que no se sabe cómo enfrentar. Sin remilgos, con el dolor o la vergüenza de estar mostrando una herida, mis madres en este libro exponen las contradicciones de aquellos años en que tomar una sopa Knorr podía ser un gesto burgués, en que usar un vestido coqueto era mal visto en una compañera comprometida, en que marchar o no marchar te podía costar la vida. El amor, la pasión, el miedo.
Pienso en este asunto de la «literatura de madres» versus la «literatura de hijas», y sucede que El tiempo que nos pertenece es una novela escrita en o desde el tiempo no de ser padres o hijos, ni madres o hijas, sino simplemente jóvenes. Jóvenes, o incluso niñas. Porque seguimos siendo niños a pesar de los años, las canas, los muertos, los hijos. Y eso es gracias a que escribimos. Porque escribí estoy vivo, dice Lihn. Y eso está patente también, vivo y hermosamente vivo en este libro. Es una novela sobre el descubrimiento de la escritura como ejercicio más allá de la memoria y del testimonio. Es la historia de alguien que elige vivir, alguien que encuentra más allá y más acá de los libros, sentido a la vida en la sonrisa de su propio hijo. Aunque le haya legado un fantasma por padre y un dolor insondable y sempiterno en la mirada. Y eso yo no puedo sino celebrarlo, desde adentro de mi propia biografía, desde la que escribimos todos quienes hemos sido hijos o hijas, desde la de nuestros padres y madres, y de cara a la de nuestra propia descendencia. Literatura de madres. Por mero y porfiado amor a la vida.
Por otro lado tenemos a La resta, de Alia Trabucco Zerán, el primer libro de su autora. Una novela en la que se intercalan dos voces que bien podrían ser mis primos. Niñas y niños que se enfrentan a las siniestras formas oblicuas de la muerte: el daño, la herencia. No ser criado por tu padre sino por los compañeros de lucha de tu padre, madres sustitutas, abuelas. Esa larga familia, ya lo dijimos. Ser joven entonces y saber por ejemplo que tu tío fue quien bajo tortura entregó el nombre de tu padre, porque nadie resiste la tortura. O que fue tu madre quien abrió la boca en el momento menos oportuno y por eso tu prima, con la que te criaste, no puede mirarte a los ojos. El daño, la herencia. Comprender los filos de la palabra traición. Un ácido corroyéndolo todo. Cuántos primos no ha visto uno soportar el peso de sus biografías, de las de sus padres. Y digo soportar pero yerro, porque lo que quiero decir es no soportar, es sucumbir. Hijos suicidas, hijos enloquecidos, hijas empastilladas, hijas desbarrancándose, presas frágiles de la desesperación, perseguidos por el fantasma del fracaso permanente de la vida. Uno ha visto a tanta hermana y hermano sin poder levantarse, abrazados y abrazadas a cualquier bandera absurda, como quien se aferra a cualquier madero para no hundirse, perdiendo la razón en este mundo infame, de cotidianas injusticias y vejaciones, que nos condena a una existencia de zombies. Es una habilidad cruel la de Alia Trabucco, que imposta la voz de dos jóvenes cual más dañado que el otro, uno preso de un delirio o sinrazón de cálculo y matemática, y la otra presa del infinito absurdo del lenguaje y la palabra. Uno cuenta cadáveres, la otra los narra. Ambos heridos hasta en la relación con sus propios cuerpos, ambos con las psiquis desestabilizadas, ambos sumergidos en confusas búsquedas sexuales. No poder entender el amor, no poder creer en él. Eso es lo que nos volvió unos desequilibrados sentimentales. La penetración y profundidad sicológica del hijo dañado es la más notoria pretensión escritural de Alia, que busca en el personaje de Felipe acaso exorcizar tanto fantasma, tanto dolor. Me interpreta y duele el libro de Alia:
… porque el que diga que no veía los reencuentros miente, si por eso termino [yo] yendo a buscar muertas ajenas, porque me criaron viendo a Don Francisco decirle a la señora Juanita: le tenemos una buena noticia amiga mía, su hijo… y ¡chachán! aparecía el hijo Andrés nada más y nada menos que en los estudios de Canal 13, y la gente se emocionaba y la vieja no daba más y el puchero se imprimía firme en la cara de mi abuela y entonces lloraba y lloraba…
El telón de fondo es este Santiago donde llueven cenizas volcánicas, metáfora de un país gris, donde huele a quemado, donde se perpetra cotidianamente todo tipo de crímenes contra la memoria, contra la justicia, contra la humanidad. Volcanes, aluviones, terremotos. Si hasta parece que la tierra misma quisiera ser la metáfora de un omnímodo poder destructor ensañado con este suelo. [Nota de lectura: imposible no escuchar el eco del acá también comentado Los restos de Betina Keizman, las cenizas cubriéndolo todo.] Chile: un lugar donde se pierden las cuentas, y no se sabe cuántos somos los vivos ni cuántos son los muertos.
Se supone que la literatura de hijos o hijas es la que escribimos quienes vivimos la infancia y adolescencia en dictadura, quienes fuimos universitarios desencantados durante los 90s y su narcotización consumista, y nos hicimos adultos de cara a este nuevo milenio de existencia más virtual que otra cosa. Desarraigados y escépticos, criados en el ejercicio de asumir una rotunda y sangrienta derrota, testimoniamos nuestra posmoderna condición de jóvenes sin militancia alguna, de niños ya demasiado viejos buscando un territorio firme donde hacer pie.
Es preciso terminar de lanzar palabras al viento. No he querido contar el final del cuento, revelar demasiado. Pero creo siempre que sí lo he hecho. Se trata de contagiar el entusiasmo, nada más que eso. El libro de Alia ha sido reseñado con más entusiasmo por la crítica que el de Isabel. Pero suponemos que todo a su tiempo. Aunque nunca se sabe. País machista. País donde es difícil ser mujer y aún más ser mujer y escribir. Sólo puedo desde mi condición de hombre declararme feliz y agradecido de haber conocido a estas mujeres. Son dos hermosas novelas. En ambos libros hay escenas memorables, de humor incluso, de terrible belleza, escenas de amor y desencuentro entre madres e hijas, padres e hijos. Pienso incluso que podrían cruzarse: la historia de Julia (en la novela de Isabel) bien podría encontrarse con la de Consuelo (en el libro de Alia), sus respectivos hijos, Ignacio e Iquela, serían amigos, primos. En fin. No puedo si no recomendarlas ambas, ojalá las dos juntas, tal como me tocó leerlas en esta primavera alérgica y odiosa. Vaya y adquiéralas, lectora imaginaria. Descúbralas, mire que si usted lee o escucha por ahí que se habla de la prometedora producción literaria femenina chilena, puf, se puede perder, porque hay tanta señora y señorita escribiendo libros que no les llegan ni a los talones a estas dos, puras novelas sin ovarios, con mucha menos valentía y mucha más propaganda. No, en El tiempo que nos pertenece de Isabel Hernández (Ceibo Ediciones) y La resta de Alia Trabucco Zerán (Tajamar Editores) hay mucho más que buena literatura de madres y/o de hijas.El Guillatún.
Licenciado en Comunicación Social, Licenciado en Educación y Profesor de Educación Media en Lengua Castellana y Comunicación. Actualmente dirige el Centro Cultural Manuel Rojas y es Coordinador del Área Literatura en Balmaceda Arte Joven. Se ha desempeñado como profesor, periodista, crítico literario, editor y gestor cultural. Es autor de la novela Desafinan con el frío (Ed. La Calabaza del Diablo, 2013).

Palabras de Rodrigo Hidalgo (escritor y periodista) para el mismo evento


La mirada a la intimidad de la militancia. Sin remilgos, las contradicciones de aquellos años en que tomar una sopa Knorr podía ser un gesto burgués, en que marchar o no marchar te podía costar la vida. Los sucesos, los hitos. En Chile el triunfo de la UP, el asesinato de Prats, el tanquetazo. En Argentina la matanza de Ezeiza en junio del 73 al regreso del general Perón, la retirada de la izquierda el 1 de Mayo del 74, poco antes de la muerte de populista líder. El amor, la pasión, el miedo. Es un libro emocionante, que nos lleva a esos años en que ser joven era sentir que se era dueño del tiempo.
Pero necesito echarme atrás. Mirar con algo de distancia. Desde “mi” más acá.
Hace algunos días, un colega escritor que se ha radicado en Argentina, desde que Piñera cerrara acá el diario donde se ganaba el sustento, publicó un artículo en el que entre otras cosas se preguntaba qué quiere decir la crítica literaria cuando habla de la literatura de los hijos. Por cierto estaba reclamando profundidad en el análisis, puesto que es muy obvio a qué se llama literatura de los hijos. Es la que escribimos quienes vivimos infancia y adolescencia en dictadura, quienes fuimos universitarios desencantados durante los 90s y su narcotización consumista, y nos hicimos adultos de cara a este nuevo milenio de existencia virtual. Dinosaurios, digo yo a estas alturas. Y nuestros padres y hermanos mayores me miran cuando digo eso. ¿Dinosaurios? Yo me siento un dinosaurio porque conocí la vida cuando no había teléfono en casa. Tuve una infancia de niño exiliado en Buenos Aires, y para hacer las tareas, me reunía con los compañeritos de curso. En la plaza a las 5, era en la plaza a las 5. No había teléfonos ni en casa ni mucho menos celular. Era otro planeta y otro mundo. Si eso me pasa a mí, que tengo apenas 40 años, ¿qué puede pasarle a mi padre, a mi madre, a mis tíos, primas, hermanos y hermanas mayores?
Se habla hoy en día, de la literatura de los padres. La de quienes conocieron la UP. La de quienes vivieron la juventud desbordada de sueños en los locos años 70s. Que estaban en la flor de la vida cuando el Che vivía y con su sola existencia encendía la sangre de cualquier joven con sangre en las venas. Cuando el Che no era una mera polera estampada.
No es fácil pensar ahora y con esa perspectiva, una literatura de los padres. Es cruel, de partida, porque en rigor es literatura de hijos también. Es la literatura de jóvenes perdiendo el aliento en la persecución a que son sometidos. Es literatura de hijos que apostaron a cambiar el mundo. La poeta Elizabeth Neria pregunta en un poema ¿se acuerda compañero, cómo cogíamos en la revolución? Una banda sonora que ya quisieran los jóvenes de hoy, resignados a conformarse con disc-jokeys que simplean remixes y covers.
El libro de Isabel Hernández me ha llevado a mi más temprano Buenos Aires, ciudad querida, y a una la Argentina que no conocí sino de rebote, porque nací el mismo día del Golpe. El Golpe allá. Por eso me he permitido hablar en un tono tan personal. Pido disculpas. Pero sí, es también una Argentina que conocí, que duele, la de Jean Franco Pagliaro, la de la democracia falseando la historia. Tan parecidos los muertos a uno y otro lado de la cordillera. Hay autores que han trabajado sobre esta peculiar relación entre chilenos y argentinos. Son tantas las cosas que nos hermanan. Me ha conmovido profundamente, un libro testimonial en algún sentido, pero que entrega mucho más. Porque “El tiempo que nos pertenece”, es el tiempo de no ser ni padres ni hijos, sino simplemente jóvenes. Jóvenes, o incluso niños. Porque seguimos siendo niños a pesar de los años, las canas, los muertos, los hijos. Y eso es gracias a que escribimos. “Porque escribí estoy vivo”, dice Lihn. Y eso está patente también, vivo y hermosamente vivo, en este libro.
Por último, y para volver al libro mismo a propósito de si es literatura de padres o de hijos. Me pregunto: ¿qué literatura sería entonces una escrita por esta mujer, madre de un niño que tiene hoy mi edad y cuyo padre es de alguna retorcida manera, un muerto más en la larga lista de muertos de la dictadura chilena y argentina? ¿Qué pasa si el padre no quiere conocer al hijo, o si el hijo no puede conocer al padre? ¿Y no es cierto aquello de que más temprano que tarde todos debemos de alguna manera matar al padre, matar a la madre? En fin, divago. Esta historia es la de alguien que elige vivir, alguien que encuentra más allá y más acá de los libros, sentido a la vida en la sonrisa de su propio hijo. Y eso yo no puedo sino celebrarlo, desde adentro de mi propia biografía, desde la que escribimos todos quienes hemos sido hijos, desde la de nuestros padres y madres, y de cara a la de nuestros propia descendencia. Por mero y porfiado amor a la vida.
 



Acceder a la novela en: www.editarx.es

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